sábado, 2 de abril de 2011

mudanza

Hace 33 días que estoy viviendo en Corcovado. Llegue de noche, después de un viaje de tres horas por camino de ripio en la montaña. A un pueblo que estaba yéndose a dormir, a una casa que por afuera parecía abandonada y por adentro era casi un depósito. Me acosté a dormir en el piso, sobre una colchoneta de gimnasia, con la nariz que me picaba de la humedad y la tierra. Alrededor mío había subibajas, sillas rotas, puertas en desuso, muebles desarmados y agujeros en el techo. Sentí una especie de claustrofobia (imagino) que se extendió de mi pieza al pueblo entero: no había transporte, no tenía crédito para llamar y desahogarme, me habían dicho que claro no andaba bien, estaba todo cerrado, salir a caminar sola a esa hora era peligroso, no conocía a nadie y el hombre que compartía casa conmigo de tanto querer ayudarme no me daba respiro. En ese momento no podía elegir. Tenía que pasar la noche en esa casa y en un pueblo que, literalmente, no había visto. Y a la mañana, bien temprano, derecho a la escuela, a saludar a la bandera, a estar frente a un grupo, a dar clases.

Tampoco conocía a ninguna maestra. Solo la directora, quien lo primero que me había dicho cuando tome el cargo fue “Mira que vas a compartir vivienda con un hombre. Mira que la casa está en malas condiciones”.

Al día siguiente la mañana fue tranquila. Algunas maestras se acercaron a hablarme, a darme una mano, a decirme que cualquier cosa que necesitase no dudara en pedirles ayuda. Otras solo me saludaron: “hola” (soy consciente de que mi presencia dio vuelta la escuela de un día para el otro, no esperaban una maestra nueva, ni ningún otro tipo de cambio).

Para el mediodía resultó que donde estaba no era la única casa a donde podía vivir (muchos dicen que cómo puede ser que la directora me mandó ahí). Así terminé en una casita de la secundaria viviendo con dos profesoras, una cordobesa y otra de Esquel, que están tres días a la semana. Esta casa también parecía abandonada, incluso tal vez más, pero por adentro estaba mejor. Y había dos chicas, de mi edad.

Ahora por afuera la casa parece habitada. Carlitos limpió la mugre, un señor cortó el césped, limpiamos las paredes con una hidrolavadora, papa puso una luz en la entrada. Y por adentro esta más linda, el baño tiene cortina, un mueblecito, tacho de basura. Mi pieza una biblioteca chiquita que me construyó mi viejo, unas cortinas hermosas que regaló mi mama y una cama que me dio en comodato la carpintería municipal.

Por ahora no pase frío. Dicen que a fines de mayo empieza a nevar.

1 comentario:

  1. juli, impactante. Es casi como estar ahí, captar esa sensación de ser nuevo, de aún no pertenecer del todo. La desconfianza y la amabilidad, todo junto. Me hizo acordar a cuando era chica y cambiaba de escuela y de lugar para vivir, por lo menos cada dos años. Eso mismo. Un beso grande!

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